El Padrino en Semana Santa
El Padrino
Ya no recuerdo cuando fue que comencé la costumbre de ver El Padrino durante Semana Santa, los tres capítulos, a veces de un tirón. Al principio, si me quedaba algún día libre, me recluía con dos o tres libros y la música, y en cuanto dispuse del primer reproductor de cintas VHS, también con las películas. Acampaba en medio del salón y me reencontraba con los viejos y entrañables amigos, mis clásicos de siempre. Perduró la costumbre y se hizo tradición en casa. Hoy, tantos años después, todavía rescatamos de tarde en tarde a los que decayeron y desempolvamos en nuestros corazones el afecto que les guardaremos hasta el final de nuestras vidas. Entre ellos, algunos nunca han dejado de aparecer todos los años desde entonces hasta hoy. Tal vez porque en las cercanías de Semana Santa fue cuando se estrenó la película, y siempre hay quien lo recuerda, o porque apetece ver todos los capítulos uno tras otro, lo que requiere de unos días, esta se ha hecho la época más propicia para volver a El Padrino.
Debo pedir disculpas de antemano, porque preveo que esta vez tendré un tono más medido, puesto que nada cabe decir de El Padrino que no se haya dicho mil veces, y todo cuanto pueda escribirse de esta obra maestra, por inteligente o bien traído que uno lo imagine, seguro que sonará a lugar común y repetición innecesaria. A concepto sobado, a tierra quemada, cabe incluso que a vergonzoso plagio. El ritual de esta tradición afortunada de la Semana Santa, fue para mí distinto este año, puesto que por una casualidad, en febrero releí la novela de Mario Puzo, y al reponer la película tenía fresca en la memoria la lectura. Casi todas las grandes obras del cine están basadas en grandes novelas y eso sucede con el Padrino. Pero no basta con una gran novela para conseguir un gran guión. Recuérdese, en descargo de lo que digo, algunos ejemplos lamentables, como El amor en los tiempos del cólera, sin ir más lejos.
De todas las novelas El Padrino está con seguridad entre las mejor adaptadas y en mi opinión es de todas en la que se aprecia una menor divergencia entre la historia que relata el escritor en el libro, de la que nos cuenta el director en la pantalla. Se logró porque Francis Ford Coppola tuvo la agraciada disposición de contar desde el primer momento y en los tres episodios de la serie, con la colaboración de Mario Puzo, el autor de la novela, que estuvo a su lado asesorando en la puesta en escena y depurando los guiones, lo que le otorgó el óscar al mejor guión. A mi entender, lo mejor del Padrino es todo lo que está en la primera novela. Es decir, lo que aparece en la primera película y los episodios retrospectivos de la segunda parte, aquellos en que el personaje de Vito Andolini niño, llamado después Vito Corleone, huye de Sicilia y llega a Nueva York, y los que interpreta Robert de Niro en el papel del personaje ya adulto. Episodios que figuran en la primera novela y tuvieron su origen genuino en la mente de Mario Puzo.
La que escribió después para completar la segunda parte y, sobre todo, el guión de la tercera parte, fue más requerimiento de Francis Ford Coppola que de creación propia de Mario Puzo, lo que es del todo evidente en las películas. Son guiones meritorios, pero no alcanzan el grado de excelencia del primero y esa parte del segundo. Si se hiciera un montaje de toda la primera parte con las escenas restrospectivas de la segunda, tendríamos una obra maestra, aun más rotunda que la primera parte. Lo que quedara fuera, sería algo menor, a pesar del viaje portentoso que recorre el personaje de Michael Corleone, el muchacho idealista que cree poder vivir su vida al margen de lo lazos de sangre, de nacimiento y de muerte, que amarran su destino. El joven noble que por amor a los suyos asume un poder que no desea, pero que en el fondo admira, y que lo hará transitar el camino del odio paranoico hasta las entrañas del infierno donde asesinará a su propio hermano.
En resumen, que las obras maestras también tienen sus grados.
Mari Carmen Mar, reseña de Almas en el páramo
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