William Wyler y Cómo robar un millón
William Wyler y Cómo robar un millón
Como esa mujer a la que tantas veces vimos pasar, la que nunca imaginó que hubiésemos reparado en ella, porque nada tenía para llamar la atención. Porque no era demasiado guapa ni exuberante, porque nunca vestía ropas ajustadas y apenas se maquillaba, y porque prefería pasar desapercibida, temerosa de despertar cualquier secreto anhelo. Como esa mujer que sabía que nunca nos entramparíamos por pasar una noche con ella, pero que tampoco sospechaba que si nos diese oportunidad, no dudaríamos ni por un segundo en entregarnos a ella con todo nuestro amor y toda nuestra alma, para vivir a su lado la vida entera. Así son las mejores películas. Esas que nunca llegas a saber por qué, terminas eligiendo para redondear una tarde, antes de meterte en la cama con tu libro de buenas noches. Así son las películas de William Wyler.
De esas tengo muchas. Una muy recurrente, que cae muy seguido es Cómo robar un millón, esa comedia donde un inagotable caudal de talento se ha derramado para regalarnos dos horas espléndidas de embeleso, distracción y cine. Actúa de motor la sencillez del guión de Harry Kurnitz, del que ignoro si alguna vez fue llevado al teatro, pero que podría representarse apenas sin decorados. Por supuesto, en una comedia, es la elección de los actores la que marca el resultado final, y más por la armonía que se perciba entre ellos que por el propio reparto. Recordarán a Audry Hepburn, en el papel de Nicole Bonnet, y Peter O’Toole en el de Simon Dermott, protagonizando a una pareja bien acoplada, de tanta elegancia y dominio del oficio, que en la pantalla resultan una combinación explosiva.
El padre de Nicole, interpretado por Hught Griffit, el más tierno estafador de la historia del cine:
—Es que eres de una honradez y un aburrimiento absolutos —le dice a la hija.
Eli Wallach, interpretando al codicioso, transgresor, y en cierta manera ingenuo, hombre de negocios cuyo desmesurado interés por las obras de arte no consiste en conocerlas y admirar su hermosura, sino en poseerlas, como hubiera querido poseer a Nicole; Charles Boyer dando vida a un correcto marchante de obras de artes de París; y otros secundarios que entran y salen de la pantalla, dirigidos por ese maestro de la dirección de escena que era William Wyler. Y como siempre en él, sin ruido ni alharacas, la mesura, la elegancia, la limpieza de las escenas, sin una de más ni de menos ceñidas a la historia, y la inteligencia de los diálogos reforzando el carácter de los personajes, nos lleva de una situación a la siguiente sin que nos apercibamos el derroche de buen cine que presenciamos.
Como esa mujer de la que hablábamos, tampoco Nicole Bonnet (Audry Hepburn) sospecha la verdad cuando le pide a Simon Dermott (Peter O,Toole) ayuda para cometer el insensato robo de una estatua, que para colmo es suya. Nada se dice de lo que él ganaría con esa descabellada operación. Ella lo descubre en mitad del plan, cuando ya no hay opción para volverse atrás.
—Entonces, ¿por qué me ayudas? —le pregunta a Simon Dermot, y este le responde besándola en la boca.
—¡Por esto! —dice ella—. ¡Qué tonta! ¡Vuelve a decírmelo!
Tal vez, con el cine de William Wyler, nuestro Billy Wyler de tantas películas, a nosotros nos pase igual. Como a esa mujer a la que nunca diríamos un piropo, a la que por nada ofenderíamos con una mirada, porque es nuestra devoción lo que ella cree indiferencia. Nunca le pediríamos una noche, porque de nada nos serviría una sola noche puesto que las querríamos todas. Así pasa con las películas de William Wyler, no queremos una porque las queremos todas ahora y para siempre.
Mari Carmen Mar, reseña de Almas en el páramo
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