CineCuerno de cabra, el viejo cine de arte y ensayo
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Cuerno de cabra, el viejo cine de arte y ensayo

Cuerno de cabra

Echando un vistazo a esta colección de películas de las que he contado mis sensaciones personales, he caído en la cuenta de que es posible que pocas de ellas serían citadas por un historiador o erudito del cine. No es demérito alguno, pero demuestra que nunca he sido más que un simple espectador sin otra ambición que la de abstraerme durante un rato de la realidad, de manera que sólo he visto el cine que podía ver y cuando podía hacerlo. 

Seguro que vivir en una ciudad universitaria termina por obrar cierto influjo en los viandantes, quiero decir que uno intenta parecerse a lo que ve, y una vez me entró la jiribilla de querer profundizar en esto del cine. No fue sólo en lo del cine y la causa fue tal vez ingenua pero no inocente, nadie lo vaya a creer. No fue que de pronto me entró algo como un resplandor de lucidez y me vi impelido a conocer de política, de filosofía y humanidades, de arte en general y de cine en particular por una necesidad espiritual. Se trataba de un asunto más vulgar, verán. Era la época de la dictablanda, cuando mirabas a una chica dos veces y te obligaban a casarte con ella. Yo tendría 17 años y quería empezar a ponerme presentable, para cuando se terciara la improbable cosa. Y observando al personal los únicos que parecían echar un casquete, y eso de tarde en tarde, eran los que sabían sacarle el jugo a la pose intelectual. De modo que tras un detenido vistazo al paisaje, elegí hacer la observación detenida, libreta de campo en la mano, de dos o tres ejemplares que me parecieron muy destacados en aquel arte de sisar migajas de amor. 

No aburriré con detalles nimios, sobra con el trazo grueso. Había que dar la impresión de que se era del PC, sigla que hoy es necesario recordar se refería al Partido Comunista todavía ilegal, no al ordenador personal. Por fuerza tenía que ser del PC, porque lo de ácrata apenas valía para un polvillo sin ventura, y lo de Comisiones Obreras o la CNT tenía como un aire demasiado tieso y esforzado, una apariencia opaca, algo así como falta de lustre amatorio. Cumplido este objetivo, era obligado aprender a mirar al personal en sesgo picado, de arriba hacia abajo. Sí, sí; justo; como ese de la tele que están adivinando. Y como él, este de la tele al que me refiero, no hay que pronunciar palabra alguna, no sea que se diga algo, que seguro será una idiotez, y se vaya al cuerno la pose de tipo interesante. Por último, había que ser asiduo en el cine de Arte y Ensayo. No de cualquier manera, tenía que notarse. 

La asistencia a la sala había de ser ejecutada casi con pavoneo, donde todo el mundo lo viera, y con idéntico rigor y ceremonia de los feligreses en la misa del Viernes de Pasión. Está claro que era inexcusable tenerse aprendida de carrerilla una profunda reflexión sobre la naturaleza froidiana de aquellas secuencias interminables en las que nada pasaba y nada se decía, pero en las que el director nos desafiaba, pobres mortales, a adentrarnos por intrincados laberintos sensoriales hasta los habitáculos insondables de su compleja psiquis. Por suerte, bastaba con aprenderse uno que fuese aplicable a todas las películas y directores; aguzando el oído, enseguida se conseguía tener apuntes para un par de magníficas gilipolleces.

De manera que allí caí. Tuvieron que ser meses de otoño e invierno. El invierno de mi descontento, porque fue un fracaso épico. En el intento de lograr que me saliera la pose de tipo interesante, no tengo idea de cuántos de aquellos plomos me tragué en las tediosas tardes en que salía de la sala con los músculos tumefactos de tanto aguantar las ganas de salir corriendo y de tanto poner expresión de que estaba entendiendo algo. Para colmo, lo de aparentar ser del PC no me salía. Para alguien como yo, que me paraba a hablar con las farolas, lo de mirar al sesgo de arriba abajo sin decir palabra tampoco conseguiría dominarlo nunca. Así que abandoné, seguro ya de que el cine de Arte y Ensayo me estaba cambiando, pero ni de coña me estaba poniendo cara de tipo interesante sino de tipo muerto de aburrimiento.

Salí tan escaldado de la aventura que incluso el director Ingmar Bergman, murió para mí tras el primer muermo de fastuosos decorados, magníficos encuadres y tomas bellísimas, en el que me vi atrapado en una sala. De él me conformaba con ver los carteles publicitarios con fotogramas de sus películas, nunca la propia película. Hasta mi icónico Woody Allen padeció mi desdén cuando años más tarde me la jugó bien jugada con una cosa nefasta que llevaba por título ‘Interiores’. ¡Su madre!, me dije, y no volví a ver una película suya hasta Zelig. Y fue porque me la recomendaron.

El que me haya hecho el favor de llegar hasta aquí seguro que ya está mentando a la mía porque como en el buen Arte y Ensayo, llegabas hasta la última escena esperando que pasara algo, que te contarán algo o que vieses alguna luz. Y la única luz de aquellos tostones era la palabra fin traducida de algún idioma remoto. Tranquilos, no cometeré semejante desafuero. Hablaré, por fin y al fin, de Las cabras los cuernos y el cine de Arte y Ensayo: ¡Cuerno de cabra! Una terrible historia con sabrosa venganza. Está claro que no me aburrió porque sigo recordándola cuando han pasado cuatro décadas.

Cuerno de cabra, porque no debo terminar sin la recomendación de una buena película. Primera condición de que sea buena: que entretenga.

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