Desayuno con diamantes
Desayuno con diamantes
Dije en la primera publicación sobre películas que de ninguna manera se me ocurriría dar lecciones de cine a gente que es probable que tenga más preparación y conocimientos que yo. Que mi grano de arena sería el de compartir mis recuerdos y experiencias de las películas que he visto. Fiel a eso, se comprenderá que Desayuno con diamantes deba estar entre las primeras.
Tal vez no sea posible encontrar un ejemplo más claro de que cine y literatura son lenguajes distintos como el que nos brinda Desayuno con diamantes, o Breakfast at Tiffany’s, si se desea el título en inglés. Leí la novela de Truman Capote, cortita y un tanto deslavazada, muchos años después de ver la película y no sentí que una y otra se desmerecieran, sin que nunca las haya identificado como una misma historia, porque ocupan territorios tan distintos que cuando la imagen de una me viene a la mente, pocas veces se acompaña de una imagen de la otra.
La historia en la novela es sórdida, no da tregua, Holly nos dejá un sentimiento de aspereza en el corazón, de pena y vacío. En la película es también sórdida, y habríamos llegado a idéntico sentimiento de vacío y sordidez si el guionista, George Alxelrod, y el director Blake Edwards, cuyo inequívoco aunque errático talento se percibe desde la primera escena, no hubiesen tenido claro que su cometido era el de conseguir una historia que funcionara en la pantalla. La otra, la de Truman Capote, estaba sobre el papel, allí funcionaba y era como éste quiso que fuera.
Vi la película mientras hacía el servicio militar y guardo un recuerdo nítido de aquella tarde, porque la última escena de la película transcurre bajo la lluvia y al salir del cine también llovía en el mundo real. Vestido de uniforme, con el bolso militar cruzado sobre el escaso abrigo tres cuartos esperé a que escampara. Es seguro que fue allí, al término de la película, todavía imbuido por el compás lento de la banda sonora de Henry Mancini, y la tristeza de Moon River, la canción que nos ha acompañado durante toda la vida, donde abrí hueco en mi interior donde atesoré la experiencia que como espectador me había regalado Desayuno con diamantes.
Holly, la protagonista, interpretada por Audrey Hepburn, alocada, femenina, bellísima y sin amparo de sí misma. Paul Varjack, el protagonista en la película, sin nombre en la novela, interpretado por George Peppard, un escritor y un hombre enamorado. Con mis veinte años apenas cumplidos, solitario y sin más horizonte que terminar el servicio militar, soñé que un día sería escritor y también me enamoraría de una mujer como Audrey. Que ella me preguntaría «¿Verdad que si fueras millonario te casarías conmigo?» y yo le respondería a punto de derretirme: «por supuesto, de inmediato».
Mientras veía caer la lluvia deposité una promesa sin saber que lo hacía, pero que el inconsciente me reclamó en cuanto tuvo oportunidad. La promesa de que si algún día llegaba a ser escritor, Nueva York debía aparecer en medio de una historia de amor escrita por mí. Hoy no sólo puedo decir que cumplí la promesa y Nueva York aparece en medio de una historia de amor que yo he escrito sino que en ella hago mención de Audry, de George, de Truman Capote y de Desayuno con diamantes.
Mari Carmen Mar, reseña de Almas en el páramo
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