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Dos gandules y una señora

Es una calle con dos filas de casas adosadas en un barrio tranquilo, de gente de clase media tirando a trabajadora. Los estacionamientos que a primeras horas de la mañana han quedado vacíos, se van poblando desde el mediodía y al atardecer se hace imposible hallar un hueco donde dejar un vehículo. O sea, gente de lo más normal que se levanta para ir a trabajar y llevar a los críos al cole. Como usted y como yo, tipos que sólo viven para sus familias y sus obligaciones y que rara vez se dejan arrastrar a un desencuentro que los aparte de la rutina de sus vidas, aunque sea aburrida. Pero entonces irrumpieron dos cenutrios gandules y una señora. Y la cosa se animó mucho.

Fue hace unos años, cuando llegó esa familia con cuatro trastos y sus modales de arrabal, y puso patas arriba el pacífico encanto de aquel tramo de calle. Dos hombres y una mujer. Uno el marido, otro el hermano, que ella sufre haciendo de muelle entre los dos. No debe ser fácil vivir constreñida entre dos cuñados en el peor sentido, que ni siquiera se entienden bien. Que se aguanten sin reventar, sólo se comprende cuando se sabe que los dos están en desempleo y viven a expensas de la mujer. Se pasan la vida juntos, pero sin hablarse, uno a un lado, el otro en el extremo más alejado, fumando en la puerta de la casa y en constante peregrinaje de la casa al bar de la esquina, donde pasan gran parte del día, el marido pegado como una lapa a la copa de anisete y el otro amarrado a un botellín de cerveza del que bebe a gollete.

Ambos dan para hacer unos cuantos de estos retratos de desternillarse, pero el que se sale de marco en nuestra tienda de los horrores es el marido de la mujer. Mal encarado, de feos modales, sucio y greñudo, va siempre en chanclas y camiseta de asillas. Eso viene a ser los días que los vecinos están de mejor suerte, cuando hace más bien fresco, porque en cuanto la temperatura sube un par de grados suele alegrarles la vista, en el vaivén incesante de de la casa al bar, desnudo de medio para arriba mostrando sus hombros estrechos y la barriga blancuzca, desmesurada y redonda como la rueda de un camión. Y aunque cueste creerlo, esta es su parte más decorosa en el uso indumentario, porque en cuanto sube otro grado la temperatura, de medio para abajo va siempre en pantalón corto, o en bañador, pero como no tiene capacidad para distinguir una prenda de otra, hay días de singular embeleso en que abandona los remilgos de gente fina y transita la calle en calzoncillos.

Sin embargo, cuidado, que es un tipo muy creativo; en eso no se conoce quien pueda hacerle sombra. Cuando debe salir con la destartalada y sucia Kangoo, de la cual habrán adivinado que carece de seguro y de ITV pasadas, intenta refrescarla dejando un ventilador a pleno funcionamiento en el interior, durante media hora, con un cable que saca por un ventanuco de la vivienda y mete por la ranura de un cristal de la furgoneta, mientras discute a viva voz con el cuñado, que intenta convencerlo de la inutilidad del método. Nada más instalarse en la casa, se reservó el uso exclusivo del estacionamiento frente a la puerta. ¿Que cómo se hace? pues sí, lo han adivinado: en plan bestia con dos cojones. Marcó con tiza la pared con la matrícula de la furgoneta, bajo lo que quisieron ser dos palabras disuasorias: «ba2 priba2». Así de fácil, ya está, ‘vado privado’. Aquí mando yo, me otorgo esta ley, la hago cumplir aporreando a quien tenga la mala ocurrencia de discutirla, y a ver quién me rectifica. Como aquello le funcionó durante dos o tres días, quiso ampliar tan eficaz sistema de reserva del dominio por las bravas, para que el vehículo de su hija no encontrara dificultad cuando ella viniera a visitarlos. Otra vez tiza, número de matrícula y «ba2 priba2», sólo que esta vez agotó la paciencia de los vecinos y la policía se personó para desmontarle el tinglado.

Pero el tipo es incansable. No para. Un día se le ocurrió que tanta calle sin uso era un desperdicio y estableció una promisoria actividad de reparaciones de chapa y pintura en la vía pública. Dicho y hecho. ¿Que cómo se hace? Sí, también lo han adivinado: otra vez a lo bestia con dos cojones. En alguna parte se hizo con un equipo de soldadura, un compresor y unas herramientas de mano, y un lunes demarcó, con una cinta de esas de películas, diez metros del estacionamiento frente a la casa, y se puso a soldar y a lijar en la calle. Y ya tenía otros dos coches apalabrados aguardando su turno. Por los pelos llegó la policía a tiempo de evitar que diera la primera mano de pintura al guardabarros que reparaba. Tuvo que obedecer porque no le dieron opción, pero dejó una sentencia para los anales del libre mercado. «Cómo va a prosperar España si nos quitan la intención a los emprendedores».

A Lucanor, un viudo jubilado que vive enfrente y que nunca dice nada porque ya viene de vuelta de todo, es a quien le azota esta inclemencia de insensatez con mayor fuerza. Tiene problemas de espalda, y suele pasar buena parte del día leyendo, con el libro apoyado en una mesita muy alta a modo te taburete, junto a una ventana. Desde la calle se ve apenas el bulto, lo justo para que alguien que no haya cogido un libro en su vida, caso más común, piense que dedica el día a vigilar a los vecinos, porque de ninguna manera podría pensar que alguien se pase leyendo tantas horas.

Lucanor siempre ha sentido pena de la mujer. Por nada, ya no está en edad, pero ha sido un buen hombre todos los días de su vida. Ella sale a las seis de la mañana, bostezando con la mano en la boca, y se va a trabajar de limpiadora en un centro comercial, durante ocho horas agotadoras. De allí sale a las tres de la tarde para irse a una casa de la vecindad, donde hace las tareas domésticas durante otras tres horas. Y regresa a su casa pasadas las seis de la tarde, agotada. Nadie la recibe porque su marido y su hermano estarán sentados en esquinas contrarias del bar, sin hablarse, pegados a la copa de anisete y el botellín de cerveza, esperando a que ella termine de prepararles la cena. Como el marido suele llegar con media marimonda de anisete, si es que no la ha pillado entera, Lucanor lo oirá gritarle a la mujer si la comida se ha retrasado o no es la que él pensaba.

Como su marido y su hermano, ella piensa que Lucanor los odia. Nos es verdad. Odia sin disimulo al cenutrio del marido y al calzonazos del hermano, pero a ella la respeta y hasta le gustaría que la pensión le alcanzara para ayudarla a conseguir la única cosa que un día le oyó decir que deseaba en la vida. Ese único anhelo lo llegó a saber Lucanor por casualidad, en una ocasión en que comprobaba el nivel de aceite del coche y la oyó charlando con una vecina. «Pues no se vaya a creer que soy tan seria como usted dice. Que yo, de más joven y hasta no hace mucho, no paraba de reír. Era guapa, ¿sabe usted? Y me lo decían. Pero ya no. Lo que pasa es que he perdido los dientes. Y ya no me río, para que no se me vea la boca. Por eso es que no me río. Cuando no tengo más remedio, suelto lo que tenga en la mano y me tapo para reír. Pero me he acostumbrado a estar seria. Así no me paso el día con la mano en la boca. Yo no quisiera otra cosa que me tocara una lotería, aunque sea chiquita, para ir a que me arreglaran mis dientes. Ahora te los ponen que parecen propios porque dicen que te los clavan en el hueso. De esos quisiera, si me tocara la lotería. Nada más si me tocara podría ser. Porque eso es tan caro que ni esperando por un milagro tengo esperanzas».

A Lucanor la pensión apenas le alcanza para lo indispensable, pero desde el día en que la oyó tiene su misma ilusión. También la de que le toque esa lotería, para salir corriendo a pagarle el arreglo de la boca a la pobre mujer. La ve salir cada día de madrugada para ir al trabajo, regresar cansada, arrastrándose ya de noche. Trabajando como una burrita de sol a sol, un día tras otro de su vida. Los sábados y domingos tampoco para, y mientras cumple con las tareas de su casa a la que nadie
la ayuda, sueña con una lotería, aunque sea chiquita, que le permita operarse la boca.

Mientras, los dos zánganos que alimenta están entregándole a otro zángano de mala índole, el que regenta el bar, el dinero que le hayan sacado a ella. Con la mitad de lo que pagan en anisete y cerveza, en menos de un año podría cumplir su sueño la pobre mujer. ¡Cómo no los va a odiar Lucanor! Bebiendo sin parar desde la mañana a la noche, esperando a que ella llegue para hacerles la comida. Y cuando llega aún le queda la casa. Y el marido le grita. Y ya nadie le dice que es guapa, ni siquiera que un día lo fue. Y ella ya no se ríe. Cree que lo que le pasa es que ha perdido la capacidad para reírse porque se aburrió de taparse la boca. La pobre.

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Los libros, principio y fin.
A los que leí debo lo que soy; en los que he escrito está lo mejor de mí; los que quisiera leer y escribir, darán sentido a lo que me quede de vida.