Llegué sin deseos ni esperanza. Fui otro desconocido entre muchos, transeúnte anónimo en la ciudad incesante que fluía de espaldas a mí. A nadie conocía, a nadie me apetecía conocer. El verano se resistía a su inevitable partida. Durante muchos días había explorado todas las posibilidades de hallar un lugar y un momento gratos, hasta aquella tarde en que me sentí hastiado de tanto arrastrar los pies por el asfalto incandescente. Una librería abierta me salvó de la desesperación. Mucho hojee, porque hubiera querido llevármelo todo, como siempre, pero también al igual que siempre poco podía permitirme. Se fue conmigo La Fundación, de Isaac Asimov, en edición barata, que comencé a leer en un banco de la plaza. El tiempo, que llevaba días haciendo amagos de cambio, anunció con unas gotas de que esta vez lo conseguiría. Me quedaba un poco de dinero para comprar algo que cenar y abandoné la plaza. Pensé en huir al apartamento después de pasar por la tienda, pero descubrí el cartel. «Sergio Leone, Ennio Morricone, Érase una vez en América «. Un título que desconocía pero dos nombres que desde mi adolescencia eran como un sortilegio. Esperé por la hora de la película en cualquier rincón, leyendo de pié, alzando la vista para ver llover por primera vez en la ciudad nueva para mí.
En la pantalla el fumadero de opio de Chun Lao, con seguridad uno de los mejores diseños de producción de la historia del cine, en el que Robert de Niro delira atormentado por el timbre insistente de un teléfono. A continuación la brutalidad de la muerte de una chica y la paliza que le dan a un gordo que termina diciendo dónde podrán encontrar a un tal Noodles, del que adivinamos que es Robert de Niro. El ruido de montacargas, el disparo que revienta los sesos del tipo que lo espera. La decepción del maletín vacío en la estación de autobuses, en cuya pared del fondo hay un espejo en el centro de un mural de Nueva York, donde se detiene Robert de Niro, un hombre que todavía no tiene treinta años, pero cuya vida está ya aniquilada.
En una de las mejores transiciones del cine, comienza a sonar Yesterday, y ese mismo espejo refleja el rostro del mismo hombre, Robert de Niro, veintitantos kilos más gordo, treinta y tantos años más viejo; ha cambiado el mural en la pared del espejo. Con este artificio sin sobresaltos, Sergio Leone nos sitúa en la época y el lugar exactos, donde retoma la historia.
Por si nos ha quedado alguna duda, repite su truco. De nuevo vuelve a esa transición de antología cuando David Aaronson, Noodles, termina de hablar con Fat Moe, en su negocio venido a menos. Entra en el retrete y descubre el hueco en la mampara que guarda el mejor recuerdo de su vida. La cámara se acerca hasta que los ojos ocupan la totalidad de la pantalla, al alejarse los ojos son los de un adolescente, suena Amapola. Y aparece ella, Jennifer Connelly, en una interpretación de un talento inesperado para alguien a esa edad: Débora, una niña todavía pero que nació sabiendo de la vida y de los hombres más que ellos mismos, que está loca por Noodles, y que sabe que él la observa, y al que ella busca, provoca, mangonea y reta, para que deje de ser un pelanas, si quiere que ella se entregue a él.
Ciani Lissón Aguiar
Gran película y espectacular banda sonora, Ennio Morricone hace magia con la música, Cinema Paradiso y La Misión, ¡maravillas también!. Me ha encantado el relato, cine y literatura, ¿para qué más?.