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Homenajes en los amores perdidos

Homenajes en Los amores perdidos

Los amores perdidos, mi primera novela, es una larga sucesión de homenajes, muchos desconocidos, otros evidentes y no todos comprendidos

Contra lo que pudiera parecer para quienes me ven desde fuera, me desagrada ser el centro. Quien me busque por Internet apreciará las pocas fotos mías, de cualquier edad, que he subido. Eso es porque carezco de ellas, no me gustan mis fotos, no me gusta escuchar mi voz grabada y no me gusta verme en video. Sin embargo, esta actitud que me sigue pareciendo imprescindible en lo personal, es funesta para darme a conocer como escritor. Creo que ahora, a casi siete años de la publicación de Los amores perdidos por Plaza & Janés, puedo referirme a lo que yo he omitido decir de mi trabajo hasta la fecha.

El tema

El tema central de Los amores perdidos es la frontera entre el amor y la libertad, la raya que separa las dos cosas. El eje de la historia, es por tanto un historia de amor.

La estructura

Dividí la estructura en tres partes. La primera trata de la posguerra y la dictadura, donde se desarrollan los antecedentes familiares de los protagonistas; la confrontación de los Quíner con los Bernal que marcará la vida de Arturo Quíner; la rebeldía vital de Rita Cortés que terminará forjando el carácter de Alejandra de Minéo.  La segunda parte retrata la época de la transición, donde toma la acción el personaje de Arturo Quíner, el protagonista masculino. La tercera parte retrata la España moderna, de la mano de la protagonista femenina, Alejandra Mineo. Por la falta de coincidencia del entorno social del personaje de Alejandra Minéo, al principio de la transición en una España con atraso de cuarenta años, tuve que poner al personaje en otra sociedad más avanzada para esa época. Esa es la razón por la que ella marcha a estudiar a Nueva York.

La primera parte es costumbrista, y tiene los elementos clásicos del cuento de hadas. Alfonso Santos es el mago; Candelaria es el hada madrina; Rita Cortés es la madre, pero actúa de madrasta;  Dolores Bernal, es la bruja, la mujer vieja y dañina; y, por supuesto,  Arturo Quíner es un  príncipe azul, que ha hecho un viaje de iniciación, y Alejandra Minéo es su princesa, el centro de su universo y de la historia que se cuenta.

Homenajes

Los homenajes que hice en Los amores perdidos, van de los más personales, incluso íntimos, a los  literarios. Un par de personajes son personas reales de mi vida. El Terrero es un pueblo imaginario que nada tiene que ver con el pueblo donde me crié pero sí con mi amor por todos los pueblos canarios.

Los homenajes literarios están repartidos por la novela. El casi monólogo de Chona, uno de los personajes de acompañamiento, es un claro homenaje a Juan Rulfo. El siguiente homenaje es a Valle Inclán, al que dedico al completo el personaje de Jorge Maqueda, un esperpento de principio a fin.  Gabriel García Márquez, tiene dos momentos. Hago una semblanza de Fernanda del Carpio, el personaje de Cien años de soledad enfermo de pudibundez, en el personaje que es la esposa de Jorge Maqueda. Otro por El amor en los tiempos del cólera, con el personaje de Rita Cortés por las calles de la ciudad que recuerda la vuelta Fermina Daza a la ciudad de Cartagena de Indias, tras una ausencia de dos años. 

Un homenaje muy querido por una vivencia terrible y, a la vez, preciosa

Uno de mis primeros recuerdos, entre los dos y tres años, sucedió en el consultorio de don Alfonso, el único médico de mi pueblo. Mi madre me había llevado por una bronquitis que se resistía. El médico me auscultó y le dio una receta a mi madre para que comprara algo en la farmacia que él debía inyectarme. Yo me quedé con él en su  consulta, sentado en una camilla. Tuve ocasión de presenciar esta escena que se quedó para siempre en mí.

Entró una  mujer muy preocupada por el estado de su bebé que no paraba de llorar y estaba muy débil.  En la camilla, cerca de mí, don Alfonso desnudó al pequeñín, de apenas unos meses, y lo auscultó con preocupación.  Volvió a cubrirlo con la ropita y le dijo a la señora: «Quítese el vestido, que voy a ver cómo tiene usted ese corazón».

La imagen me impresionó. La mujer se fue quitando el vestido y se quedó en combinación y yo la fui comparando con la única imagen similar que había visto: la de mi madre. También pasaba estrecheces pero era más joven y lozana. Aquella mujer tenía el cuerpo lánguido y escurrido, las nalgas inapreciables, las piernas delgadas, los brazos flaquitos, los pechos como dos pellejos vacíos dentro del sujetador. Su mirada era de miedo y preocupación y tenía el ánimo ausente. Por supuesto yo no entendí lo que veía, pero supe que la mujer estaba en el límite, que tenía miedo por su hijito y que ella pasaba hambre.

Don Alfonso se sentó en la silla mientras ella se puso el vestido y volvía a acunar a su bebé.  «¿Tiene usted una lechera?» preguntó don Alfonso cuando ella tomó asiento. Ella asintió. «Venga por las tardes, después del ordeño. Gregorio se la llenará. No tiene que pagar nada, no debe preocuparse por eso, pero la leche se la toma usted con gofio. El niño que siga tomando la de su pecho».

Aquel día aprendí que la leche de los niños debe ser la del pecho de la madre y que si la madre no come no puede alimentar a su bebé. Lo que mejor aprendí y lo que más he recordado durante mi vida es que, aunque a veces sean difíciles de ver, hay buenas personas en este mundo. Por eso puse el nombre de Alfonso al médico del  pueblo de mi novela.

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Los libros, principio y fin.
A los que leí debo lo que soy; en los que he escrito está lo mejor de mí; los que quisiera leer y escribir, darán sentido a lo que me quede de vida.