La abuela
Llega el invierno, el otoño termina, atardece. Gente en la calle, luces, ajetreo, olor de castañas y dulces, amistad, charla, bebida caliente.
Ausencia camina entre el gentío, pasa y observa. No le concierne. Sabe que nada cierto se celebra, que todo en la fiesta es invención y teatro, que unos la secuestran para ritos y otros para ganancias y lucro.
Ausencia no tiene familia ni amigos; pero tiene memoria y recuerda. Recuerda un tiempo feliz, el calor de un hogar, los olores de una cocina y una mano tierna que pone en la mesa una taza de chocolate caliente y un plato de roscos de limón y canela.
Es largo el tiempo pasado, mucho lo vivido y olvidado, pero queda el recuerdo. Nunca el calor de otro hogar fue como el de la abuela; nunca el olor de una taza de chocolate fue como el olor del suyo; nunca un rosco de limón y canela supo como supieron los suyos.
Ausencia no detesta la fiesta; se repite que no le concierne, pero tiene memoria y recuerda. Recuerda que un día feliz fuimos niños y que una arrugada y amada mano, mantuvo el hogar caliente, preparó chocolate y horneó roscos de limón y canela para nosotros.
Aunque sea por unos días, una vez al año, cuando termina el otoño y llega el invierno, Ausencia agradece que algo recuerde a la abuela y nos devuelva, por un instante, al día feliz en que fuimos niños.
Mari Carmen Mar, reseña de Almas en el páramo
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