La Laguna, mi tributo por tantos recuerdos
De todos los agravios debe ser el de la ingratitud el más sangrante, porque basta para conjurarlo con evitar abandonarse a la indiferencia, que es su causa más frecuente. Y como no se me ocurre ingratitud mayor que la de ser hijo de la ciudad de La Laguna y no mostrar el orgullo de serlo, al comenzar la andadura de esta bitácora, en su línea de salida, antes incluso de un comentario de bienvenida, me siento obligado a entregar a La Laguna mi tributo por tantos recuerdos, a proclamar que atesoro en mí la dicha de ser un lagunero de punta a cabo. Porque de los muchos instantes en que uno se asoma por primera vez a la vida, yo tengo casi todos los míos ligados a esta ciudad entrañable. El primer recuerdo, el primer temor a los truenos o las sombras de la noche, la primera fascinación de las casetas de feria, los tiovivos y los fuegos de artificio, la primera visita al cine, la toma de la propia conciencia, el primer amor, tuvieron para mí el escenario magnífico de La Laguna.
Quien la conoce no se sorprenderá de que, pese a lo mucho que ella y yo hemos cambiado desde entonces hasta hoy, cuando paseo por sus calles, emerja dentro de mí, impoluto e incontenible, el universo mágico de mi infancia. Aunque me quede la incertidumbre de no saber si son tan diáfanos los recuerdos porque quedaran en la memoria a salvo del tiempo, o sea, tal vez, porque la nostalgia me haya hecho magnificarlos. Por una causa u otra, me es suficiente con dejar mis pasos al azar por las viejas y queridas calles para que reviva en mí la aventura maravillosa que comenzaba, de la mano de mi madre, al torcer en la esquina de San Agustín con Núñez de la Peña. El caudal inagotable de estampas, sonidos y olores que abrían mis ojos al mundo. Como regresados de aquel remoto pasado, vuelvo a ver al burrito que tiraba de un pequeño carro cargado de trapos y periódicos viejos, a las mujeres que llevaban sobre la cabeza enormes lecheras o cestas de pescado en un equilibrio infalible, los escaparates con los objetos de toda naturaleza que me era imposible descifrar, los raíles clavados en el suelo como testimonio de un misterioso habitante anterior a mí. El ruido de las sierras y los motores, el pitido del vapor calentando la leche en las cafeterías, el enigmático violín que gemía sus notas en la ventana de un segundo piso, el piano que unas ventanas más allá acompañaba una lección de solfeo: “mi – re mi, fa – re fa, mi – re do” y, omnipresente en la lejanía, el chiflo de la flauta de pan anunciado el paso del afilador de cuchillos. Sobre el retablo de las imágenes y el paisaje sonoro, el cosmos de los olores, más inaprensible pero más intenso: sobre el relente húmedo, el olor del pan recién hecho, del aceite hirviendo y los churros, del café con leche y el chocolate, el olor a papel de estraza, a cuero crudo, a esparto, a pescado y carnes en salazón, a tinta de periódicos, a pastelería en el horno, a la resina de la madera recién cortada, a engrudos y barnices.
Nada de aquello queda más que en el recuerdo. Entre dolorosas faltas, aun permanecen inmutables la mayoría de los viejos muros, a salvo todavía, aunque temo que por poco, de las fauces de la codicia. La ciudad laboriosa que fue, familiar y cercana, de trato correcto, distante y respetuosa a la vez que cálida, previsible aun cuando nunca dejara de sorprender, ha desaparecido, sustituida por otra cosa para turistas, desabrida y sin alma, que nunca he sabido bien lo que es, a pesar de haberla visto muchas veces repetida en tantos lugares del mundo. No quedan de aquel regazo tierno de buena madre sino vagos vestigios y una añoranza infinita en el corazón.
O tal vez no. Tal vez lo creo así porque perdí la sensibilidad para ver, oír y oler como entonces. Tal vez, sólo extravié por el camino la facultad del asombro y no soy capaz ahora de distinguir la ciudad que allí perdura, distinta de la mía, pero tan misteriosa para un niño de hoy como lo fue para mí la mía. Me consuela pensar que quizás entonces, cuando hayan pasado cincuenta y tantos años, alguien volverá a escribir sobre ella y contará que no necesita sino deambular por sus calles para sentir que La Laguna aún palpita viva bajo su piel.
La Laguna, mi tributo por tantos recuerdos, Miguel de León, 12 de diciembre de 2013
rafanavea
Enhorabuena por tan excelente texto y mucha suerte en esta nueva andadura. Que no cesen las palabras.