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Montoneros del pichinglis

Montoneros del Pichinglis. una penosa manera de entenderse.

Antes de que me asediaran los montoneros del pichinglis, hubo una época, por desgracia ya remota, en la que yo era capaz de pasear, ver una película, oír la radio o leer una revista con el mismo desenfado que cualquier otro hijo de buena madre. No sé si fue un virus que me acechaba en las páginas de algún libro o que se me secó la sesera, como a nuestro loco más insigne, pero un día descubrí que padecía una enfermedad de la que no hay cura conocida: la fobia al pichinglis. Empezó como un escozor, como una chinita que me hubiese entrado en el zapato y me produjera una cojera imperceptible. Ahora, tantos años después, la comezón es una úlcera ensangrentada y la chinita del zapato me hace caminar arrastrando una pata y dando trompicones con la otra.

Me empezó con un cambio de trabajo, en el que tuve que compartir trato con los compañeros de ingeniería de telecomunicaciones. Hablaban tanto en las cuestiones de trabajo como en las personales, en un peculiar lenguaje de iniciados que creían les daba un aire de modernidad, digamos que cierta distinción. Cautivaron mi interés aunque, como recién llegado, pensé que antes de acercarme a ellos debía hacer lo posible por comprender a qué se debía su peculiar lenguaje. Anoté un par de fracesitas, en un papel que todavía conservo, que conseguí desentrañar con un buen diccionario técnico de inglés-español. Dice la primera de las anotaciones: “…la causa podría ser que las ‘valves’ de ‘baipas’ controladas por el ‘suich’ de ‘flou’ estén ‘yampeando’ el ‘sircuit ‘ de control”. Dice la segunda: «…la ‘moder boar’ de la ‘pogüer yunit’ utiliza un ‘push push sircuit’ que podría estar causando ‘esporadic interferens fault’ sobre la ‘prosésor boar’». 

En la traducción de aquellos ejemplos de la nueva manera de entenderse, descubrí que ni era tan nueva, ni era de entenderse, y que no sólo no sabían nada de inglés sino que de español andaban con las meninges más bien estreñidas. Hasta descubrí que en nuestro idioma ya existía, por supuesto, una palabra para referirse a su jerigonza de bobos enajenados, que lo que hacían no era otra cosa que usar el pichinglis, pichinglear. 

Un uso que alguien con mejor capacidad que yo le había dado a esa palabra. La primera de las dos aparatosas frases, traducida, decía: «las válvulas de derivación controladas por el interruptor de flujo podrían estar saltándose el circuito de control». Y la segunda: «que la placa base de la fuente de alimentación estaba integrada por un circuito en contrafase que podría generar un fallo esporádico por interferencias sobre la placa del procesador.» ¿Por qué preferían su jerga? Porque aquella se hace incomprensible para quien no esté en el ajo y lo traducido lo entendería sin esfuerzo cualquiera que hable español.

Por favor, entiéndase que no tengo nada contra el inglés. Lo leo con dificultad y no lo hablo, pero hago lo que puedo por aprenderlo. Es un idiomita simpático, falto de algunas consonantes, un poco sobrado de vocales, y muy sobrado de engreimiento y petulancia, pero que habla mucha gente. Y los ingleses me caen bien, cocinan de pena, pero saben defender lo suyo, son respetuosos, defienden su cultura y tienen los mejores actores y un magnífico sentido del humor, como lo demuestra gente como Benny Hill o los Monty Python. Claro que también han dado a luz al mundo a gente detestable, como Margarett Tatcher o esa estirpe que en nuestro idioma son energúmenos y en el suyo ‘hooligans’.

Lo que pasa es que cuando hablo con alguien y me empieza a meter palabritas en inglés, al tun tun, sin ton ni son, en sustitución de las nuestras, a mí me sube la fiebre cinco o seis grados. Porque hablo español, o castellano si gusta, un idioma de verdad frente al suyo que, dicho con todo el respeto, es un idiomita de juguete. 

Mi única victoria en toda una vida de derrotas.

En esa primera ocasión pude ver las fauces de la fiera con la que, sin saberlo, entablaba una lucha encarnizada. Cuando gané confianza con la panda de montoneros del pichinglis hice una observación, que intenté fuera cariñosa, sobres los malos modos lingüísticos que a veces empleamos sin darnos cuenta, y primero me miraron de soslayo, con un gesto de claro desdén, y después me hicieron el vacío. ¿Cómo iban a tolerar al tonto advenedizo que hacía cuestionaba la poltrona de jerigonza técnica donde ellos asentaban las posaderas para sentirse mejores, más exquisitos, por encima de nosotros, pobres mortales, no iniciados en ella? Poco tiempo después venían a mi despacho, a hurtadillas, para pedirme que les ayudara a corregir un párrafo de sus informes técnicos que la dirección de la empresa se negaba a hacer el esfuerzo de interpretar. 

La discusión solía ser dura.pichinglis Sostenían que aquellas palabrejas de su jerga debían ser usadas tal como eran en inglés porque no tenían traducción. No sabían ni papa de inglés, pero con este argumento alguien que tampoco tuviera idea, hipótesis más común, podría pensar que los conocimientos del sujeto sobre el idiomita debían ser de la categoría de catedrático de filología. Igual cuela. En la inmensa mayoría de los casos la palabreja tenía traducción y les habría bastado con utilizar el diccionario: “by pass: derivación, switch: interruptor,jumper: puente, board: tarjeta o placa, fault: fallo, power: potencia. No recuerdo que se resistieran al diccionario sino un par de ellas que con un buen conocimiento del español, también habrían podido resolverse.

Aquella fue mi primera y única victoria. Conseguí vender, a muy buen precio, una traducción de los manuales técnicos de unas máquinas bastante complicadas que distribuía un proveedor de la empresa. De los compañeros, en cambio, la última noticia que tuve, cuando ya había regresado a Tenerife, era que les habían impuesto a un jefe de menor edad y menos experiencia que cualquiera del equipo, con menor titulación y muchísima menos creatividad, que para colmo apenas chapurreaba el español y lo hacía de manera lamentable. Pero ¡ah!, ¡era de Maryland!, EEUU. ¡Vas a comparar!

Para sosegar mi ánimo, alguien me regaló el libro magnífico de Alex Grijelmo, Defensa apasionada del idioma español, pero el resultado fue justo el contrario y terminé, a la defensiva siempre de los montoneros del pichinglis, los que ya eran mi obsesión.

Desde allí hasta aquí las cosas no han hecho sino empeorar, porque la fiera está consiguiendo que el mundo se derrumbe sobre mí. Es decir que no tengo esperanzas de mejorar, al contrario, estoy seguro de que voy a ponerme peor. Y eso que ya estoy bastante grave: no compro nada que venga en “pack”, no acepto regalos de “stikcs” de jabón ni degusto “snacks” en las promociones del supermercado, no entro a lugares donde vendan “fast food”, dejé de comprar productos “Don Simón” porque ahora es “Saimon no sé qué”, no consumo productos “light”, no quiero que ningún zoquete que de un “service” me haga ningún trabajo, no compro en ningún “center” de nada, es muy difícil que me anime a ver una película cuyo título no se haya traducido, no pronuncio “Yirona” si lo veo escrito con “G”, A La Coruña jamás la llamaré ‘A Coruña’, me niego a entender lo que quiere decir “parking”, y no me da la gana de llamar “ticket” a lo que sea comanda, comprobante, entrada, boleto, rifa, billete, recibo, pase, tarjeta, justificante… La maldita palabrita inglesa nos ha borrado no sólo esa ya larga colección, sino una lista tan rica que no bastaría con un folio para enumerar.

 

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A los que leí debo lo que soy; en los que he escrito está lo mejor de mí; los que quisiera leer y escribir, darán sentido a lo que me quede de vida.